La Psicología del siglo 21 se está viendo enfrentada a la urgente necesidad de conseguir un espacio válido dentro del prestigioso grupo de las ciencias que fundamentan su disciplina a base de evidencias comprobadas y verificables. Para ello será imprescindible alejarse definitivamente de todo asomo de intrusiones metafísicas o de principios idílicos humanistas, so peligro de convertirse prontamente en un suceso anecdótico dentro de la historia del conocimiento sobre la naturaleza del ser humano.
La inmensa mayoría de los grandes investigadores[1] sobre los procesos psicológicos, ha declarado con seguridad, seriedad y firmeza que el campo de las neurociencias evolutivas, la biología molecular, la neurología cognitiva y la genética del comportamiento, son disciplinas indispensables en el conocimiento de los futuros especialistas de la psicología. Nada de medias tintas, ni de acomodos de teorías avinagradas como el psicoanálisis, el asociacionismo, el conexionismo, el conductismo y otras menores. Prescindiendo absolutamente, además, de estructuras filosóficas, religiosas y otras pseudocientíficas espiritualistas. Afirmémonos en palabras de uno de los estudiosos de mayor prestigio, M.S. Gazzaniga, cuando escribe:
“La habilidad de aprender y pensar no se desarrolla gracias a la experiencia cotidiana, viene con nuestro cerebro. Por cierto que el conocimiento que adquirimos resulta de las interacciones con la cultura, pero los intrincados dispositivos han sido diseñados en preciosos circuitos neuronales, por nuestros genes, al construir el cerebro. Nuestro bagaje genético define también el temperamento, limitando el modo como encaramos el mundo. Todos estos procesos cerebrales que tanto influyen en nuestras decisiones, interpretación de la vida y sensación de ser, no los controlamos: sólo los vemos actuar. Los circuitos neuronales laboran sin pausa y ejecutan para nosotros cosas que creemos hacer por voluntad propia”.[2]